Publicado en el diario La Razón el miércoles 8 de febrero de 2017
Se han dado muchos pasos
hacia la construcción europea, desde la Europa del Carbón y del Acero (CECA)
por el Tratado de París de 1951, más tarde la Europa de los Seis y así, con
muchas dificultades, trabajo y superación de diferencias, se llegó a la Unión
Europea (UE) de 28 países con algunos más en la lista de espera.
La caída del muro de Berlín en 1989 supuso
un hito de trascendental importancia en la construcción europea, el viejo
sueño de los políticos de la postguerra, la construcción de una unidad
política, económica y social, que
evitara nuevos conflictos continentales, estaba más cerca con la
incorporación de los países del este. La
guerra fría entre el Pacto de Varsovia y la OTAN había terminado.
Todo
parecía discurrir favorablemente, incluso se
redactó una Constitución Europea que debía entrar en vigor el 11 de noviembre
de 2006, después de ser ratificada por todos los países miembros. Sin
embrago fueron dos países fundadores de la CECA, Francia y Holanda los que, con su rechazo, abortaron el avance en la unión política que parecía inminente y
necesaria.
Recuérdese la oposición francesa a la
redacción inicial del preámbulo: “Inspirándose en su herencia cultural,
humanista y religiosa, la Unión está fundada...". Sin embargo, la delegación
francesa se opuso a la inclusión del
término "herencia religiosa"
con el argumento de que era contrario al carácter universal de los valores
y derechos proclamados en la Carta.
El primer ministro francés, el socialista Jospin, a pesar de la postura oficial, reconoció que personalmente “la religión, en su dimensión de cultura y en
su compromiso con algunos valores fundamentales, sigue teniendo un papel en su
vida”, en una entrevista reconoce que “sus orígenes han influido en su ética personal y que existe un parentesco entre los valores
judeocristianos y la moral laica”. Haciendo también las habituales
referencias a las fuentes cristianas del
arte, la música, la literatura o la filosofía.
Los más pesimistas pensaron entonces, hace diez años, que esa falta de acuerdo en cuestión tan
trascendente, era el principio del fin y quizás no lo fuera, pero si supuso un frenazo en la integración
política y en ciertos aspectos en la económica al eludir la unión aduanera
y la política fiscal.
La situación actual
deriva de aquellos polvos al propiciar
el resurgimiento de los nacionalismos radicales, de izquierda y de derecha.
Un nacionalismo excluyente que lucha
por volver al pasado, salir de la UE, como está haciendo Gran Bretaña con el
Brexit, anuncia Le Pen en Francia y puede darse en otros países donde estos
partidos están alcanzando resultados electorales muy importantes.
Otra consecuencia grave que han originado estos nacionalismos ha sido la división al cincuenta por ciento de sus propios ciudadanos, como el Brexit en Gran Bretaña, la elección de Donald Trump en Estados Unidos o, como pone de relieve el resultado de un estudio de la Universidad Ramón Llull, según el cual “el cincuenta por ciento de los catalanes son independentistas", es decir, existe un “empate técnico" entre unionistas y separatistas.
No son comparables los políticos europeos de la posguerra con los actuales en formación, experiencia, valores e ideales y no me refiero a cuales puedan ser hoy esos valores es que, sencillamente, han prescindido de ellos, viven sin ellos y hasta atacan a quienes aún los conservan, también en España.
Ante
esta nueva situación cuyo origen, como hemos recordado, proviene del desacuerdo
que impidió la proclamación de la Constitución Europea, no se puede ser muy optimista sobre la culminación de la integración
política y económica, a no ser que, como ya se oyen voces en Bruselas, “hay
que acelerar el proceso y ponerse de acuerdo rápidamente en esas importantes
cuestiones o Europa no será, sesenta años de trabajo y progreso se irán por el
sumidero”. Veremos si los europeístas han entendido esta vez que la situación
no admite demoras.
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